Hoy Mary llegó a Berlín. Y sí, volvió a llorar en el despegue.
Tengo varias sensaciones respecto de volar. Y varias teorías de por qué me moviliza tanto subirme al avión.
La primera es el puro miedo de volar; el miedo a las alturas, a estar tan lejos de la tierra. Y he aquí un poquito de verdad. No me gusta nada estar en el aire. Debe ser porque ya tengo mucho en la cabeza y “lo semejante incrementa lo semejante” creando desequilibrio en el organismo y en los distintos cuerpos. El poder de la palabra hace que las pavadas más increíbles suenen lindo, no?
La segunda teoría es que me da miedo o me incomoda la falta de control. No soy piloto (por ahora), con lo cual no puedo tener control sobre el despegue, el viaje, el aterrizaje y la llegads sana y salva a la tierra. Todo eso, además de mi propio bienestar, queda delegado, en manos de otra persona. Y esta falta o despojo de control molesta a tal punto que genera impotencia y frustración. He aquí la mitad de la verdad.
Pero la porción más grande de la verdad (la que tiene más dulce de leche y más crema y que suelo dejar para el final) reside en darme cuenta que NUNCA tenemos el control. Que “control” no es más que un concepto abstracto e irreal para que el ego se quede tranquilo (mirando la tele en pantuflas). Las cosas se suceden. Y nosotros le sucedemos a las cosas. Pero todo sucede por un bien mayor, una razón y un plan o una idea de evolución y de crecimiento. Un crecimiento que nos involucra a todos, desde los pasajeros del avión hasta los que pasean por la vereda o van a trabajar y miran hacia arriba, observando el dibujo que dejan las turbinas en el cielo.
Gracias por ser parte de mi crecimiento.